Balance y perspectiva de efectividad de la ley a cuatro años de su entrada en vigencia

Como sucede en muchos países del mundo occidental al que nos adscribimos segundones y últimamente en muchos aspectos hasta cuarterones, en el nuestro también rige la ley de responsabilidad penal de las personas jurídicas que, aunque llamado con nomen iuris impropio: “responsabilidad administrativa” –un “fraude de etiqueta” diría nuestro bienquisto e inolvidable amigo Felipe Villavicencio–, acaba de cumplir cuatro años de vigor desde su puesta en vigencia el 1 de enero de 2018. ¿Qué se ha logrado desde entonces con esta ley en vigencia? Para ser honestos, más allá de colocar al Perú en la lista de naciones encarriladas en la línea normativa de tendencia,[1] no se ha alcanzado realmente mucho. Más bien, casi nada.

Pero seamos precisos en esta valoración: no se ha alcanzado realmente mucho, no porque la ley, su modificatoria y su reglamentación no sean verdaderamente buenas normas jurídicas. El asunto no va por allí. Por el contrario, desde el punto de vista jurídico la redacción, organización, estructuración técnica, espectro activo de desenvolvimiento y composición jurídica, estas normas resultan impecables y, más bien, denotan el talante de avanzada que caracteriza a los juristas nacionales que en su momento contribuyeron con el Poder Legislativo para su dación. El asunto, por ende, no va por este carril; el problema es diferente. El problema es de cumplimiento.

De hecho, como se sabe teórica y prácticamente, una norma jurídica tiene dos clases de existencia: una meramente formal, caso en el cual la norma ciertamente tiene vigencia pero no produce realmente efecto en ningún sentido; y, otra que, trascendiendo lo formal y proyectándose hacia la realidad que va a regular, es verdaderamente ejecutiva. Un ejemplo de la primera forma la encontramos en el artículo 140° de la Constitución en el cual se prevé la pena de muerte para casos de terrorismo. Este dispositivo (in)constitucional tiene existencia formal pero carece de ejecutividad por diversas importantes razones entre las cuales contamos que en el Perú la pena de muerte se encuentra proscrita por adhesión a tratados internacionales de protección de derechos humanos y, no menos importante, porque en nuestro Código Penal, la tabla de conductas delictivas sancionables en el país, la máxima sanción que podría esperar un delincuente cualquiera es la pena privativa de libertad hasta por 25 años. La pena de muerte, pues, no se considera en nuestro país como forma de sanción, razón por la cual es virtualmente inexistente si se tiene seriamente en cuenta que nullum poena sine lege scripta.

Es precisamente de esto de lo que adolece la legislación de responsabilidad penal de la persona jurídica en nuestra patria: carece de ejecutividad porque se presenta ante la ciudadanía tan sólo como una posibilidad a tener en cuenta para prevenir responsabilidades empresariales, sin ser verdaderamente una obligación. Y ya está demostrado hasta el hastío que en Perú, si la ley no es impuesta como obligación autopoyéticamente sancionada, no tiene existencia sino puramente formal. Piénsese, por ejemplo, en la ley que a inicios del presente siglo dispuso el uso obligatorio de cinturones de seguridad en los automóviles: nadie la cumplía hasta que fue modificada imponiéndose sanciones económicas a los infractores de la norma. Desde ese momento, la ley se cumplió. A regañadientes y de mala gana, pero se cumplió, hasta que se convirtió en una costumbre, en parte integrante de nuestra cultura. Evidentemente, nunca faltarán los desadaptados y díscolos que procedan en sentido contrario. Pero la presencia de éstos es tan minúscula que realmente no constituyen mayor peligro. Y lo propio sucedió con la norma que estableció el SOAT que, como seguro que es, con mayor razón tenía una connotación optativa, pero por obvias razones en el Perú tenía que ser obligatorio, de lo contrario no hubiese funcionado: si uno no tiene el SOAT actualizado, la sanción por ello no sólo es económica (y de una considerable suma de dinero), sino que se eleva hasta la cancelación del brevete. Una vez más Maquiavelo acertó: “los hombres olvidan con mayor rapidez la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”.[2] Un sabio, qué duda cabe.

¿Por qué, entonces, si se sabe de esto, no se previó algo similar para el caso de marras? No me atrevo a responder con términos apodícticos el interrogante, aunque tiendo a sospechar que la razón tiene mucho que ver con la buena fe de los autores de estas normas, buena fe que raya con la ingenuidad.

Nuestros juristas creyeron, como sí sucede en países civilizados del orbe, que la propia naturaleza del riesgo a enfrentar, donde destaca la posibilidad de perderlo todo, bastaría para persuadir[3] a los sujetos obligados a instalar mecanismos normativos empresariales de prevención de delitos de corrupción, lavado de activos y financiamiento al terrorismo. El compliance, como se le conoce por su nombre en inglés, debía bastar como motivación preventiva para que los obligados a implementarlo, básicamente los empresarios de todos los rubros, se animaran a cumplir la ley porque, en lo fundamental, dicho compliance podría hasta llegar a salvar del colapso a la empresa, independientemente del destino penal de aquellas personas que la hubieran mal utilizado.[4]

Nuestros juristas, y después nuestros legisladores, confiaron en exceso, diría yo, de que un modelo de prevención bien instalado que contase con elementos mínimos de prevención y de seguridad tales como:

  1. Contar con un officer compliance que, designado por el órgano máximo de administración de la persona jurídica, cumpliese su función con autonomía.
  2. Identificar, evaluar y mitigar riesgos para prevenir la comisión de los delitos previstos a través de la persona jurídica.
  3. Implementar procedimientos eficaces de denuncia.
  4. Difundir el modelo de prevención entre los funcionarios y trabajadores de la empresa y capacitarlos periódicamente en ese marco.
  5. Evaluar, monitorear y ajustar permanentemente el modelo de prevención adoptado.

Estos componentes mínimos básicos de prevención puede –y de hecho lo es– ser eficaz, a condición de que suceda antes una de dos cosas: i) que la norma que propone la implementación de sistemas de prevención sea dada en una nación de cultura cuidadosamente cumplidora de la ley y de las normas morales, caso manifiestamente ajeno al nuestro; ii) que la propia ley prevea mecanismos de sanción para quienes, siendo sujetos obligados de cumplir la ley y se desentiendan de ella, se vean pre-sancionados con restricciones al ejercicio empresarial. Este es el caso que sí podría funcionar en el Perú.

Personalmente, desde hace dos gestiones congresales, he venido proponiendo con la fundamentación estadística, el examen de costo-beneficio que el caso amerita y el respectivo análisis de la realidad actual en la que nos encontramos, la incorporación en la ley de la siguiente sencilla fórmula pre-sancionadora: “la persona jurídica que siendo sujeto obligado no acredite haber implementado internamente un sistema de prevención de corrupción, lavado de activos y financiamiento al terrorismo, no será sujeto de crédito en las entidades financieras ni bancarias”. Lamentablemente, los dos anteriores Congresos, además de tener una existencia efímera tuvieron un desenvolvimiento atropelladísimo por las razones que todos conocemos. Y el actual… pues, no sé qué esperar de él.

Aún con todo, tengo la fundada impresión de que si aquel simple dispositivo normativo, que no viola ningún derecho constitucional ni infraconstitucional de las personas naturales ni jurídicas y, por el contrario, afianzaría el cumplimiento de la ley generando seguridad jurídica en el quehacer empresarial del país, si aquel dispositivo fuese incorporado en la ley de responsabilidad penal de las personas jurídicas, las cosas cambiarían de inmediato, de la misma forma como cambió la cultura del uso del cinturón de seguridad, casi de un día para otro.

Es lamentable que en el Perú, país de ascendencia ancestral, la cultura sea tan infantil y huérfana de paternidad histórica. Ninguna ley cambiará esto, que es cosa de un asunto político, social e histórico. Sin embargo, en medio de esta díscola forma de ser que tenemos los peruanos, la ley sí cumplirá su cometido si se hace efectivo el aforismo aquel que reza “dura lex, sed lex”.


[1]     Además, tanto la Ley N° 30424, modificada por el Decreto Legislativo N° 1352, como su Reglamento aprobado mediante el Decreto Supremo Nº 002-2019-JUS, constituyeron en la práctica el cumplimiento que hizo el Estado peruano para postular a su incorporación a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Con el tiempo, debido a la grave crisis política de corrupción e inestabilidad política, económica y jurídica que vivimos desde 2018 todo ello, lamentablemente, dejó de tener importancia para nuestro Estado.

[2]     Sic. Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe. Cap. XIX.

[3]     Por prevención general negativa.

[4]     Entre ellas, los accionistas, directores, gerentes, trabajadores, representantes legales o quienes realicen actividades de administración y supervisión de la persona jurídica.


Eduardo Gálvez Monteagudo, Socio Fundador que lidera el Estudio Gálvez Monteagudo Abogados cuenta con más de 45 años de sólida experiencia en el ámbito de servicios legales en el Perú y a nivel internacional. Su experiencia legal con visión empresarial lo respalda, contando con la confianza y seguridad de sus clientes.

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