En el Perú, desde poco antes del velascato, con el grito de “¡el pueblo lo pide!”, “¡el pueblo lo exige!”, “¡el pueblo lo demanda!”, nuestros políticos “prácticos” así como los dirigentes “sociales” han querido justificar todo, cualquier cosa. Por eso es que hoy, si en alguna parte del país, por ejemplo, una caterva de enardecidos bloquea las carreteras, ataca a los transeúntes apedreándolos sin importar lo que la arremetida pueda causar, o incendia bienes de propiedad pública y privada –todo lo que claramente constituyen delitos (artículos 121°, 122°, 200°, pf. tercero, y 206°, inciso 2., del Código Penal)– la cosa, sin embargo, termina siendo aceptada por todos, incluso hasta para el garante de la legalidad, el Ministerio Público (artículo 1° del D. Leg. N° 052), porque se asume complacientemente que en semejantes desbarajustes violentistas “es el pueblo el que se ha manifestado”. Además, ha de tenerse por cierto, y con valor apodíctico, que “el pueblo” nunca se equivoca, el pueblo no yerra, porque, tal como lo señala el provecto dicho aquel, “la voz del pueblo es la voz de Dios”.

 

 

 

El pueblo, el “demos” del que emocionada y convictamente hablaban los griegos de Pericles; un monema tan sencillo en su composición y, sin embargo, de tan profundo contenido, ora semántico ora ontológico, manoseado hasta la asfixia que siempre pervierte, ha terminado siendo en el Perú, sobre todo en este último trienio 2018-2021, un término de justificación de todo lo que se les ocurra a las mesnadas o al mismísimo quídam de turno que ejerza el gobierno. Y las muletillas de marras se han repetido tantas veces que, ahora, la mentira terminó por convertirse en verdad según anticipada previsión goebbelseliana: “una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”. Cualquier persona lógica advertiría de inmediato el argumento ad nauseam presente en este asunto; lamentablemente los peruanos no son personas lógicas, mayoritariamente. Y éste es precisamente el punto: como diría el filósofo guatemalteco Ricardo Arjona, “El problema no es que mientas / El problema es que te creo”. ¿Cómo salir de este remolino de circularidad casi perpetua? ¿Cómo dejar de ser el Prometeo atacado por la rapacidad del águila incansable?

Para escapar –literalmente huir– de ese efluvio miasmático que ha llegado a tocar al peruano promedio, envolviéndolo en infeccioso marasmo intelectual, primer requisito indispensable es dejar de ver televisión y evitar comprar periódico alguno, ni siquiera leer sus portadas exhibidas en los quioscos o, ahora, en la web. Un ciudadano hiperbóreo tomaría esta radical decisión por el simple hecho de que siendo ciudadano de esencia sabría bien que ver televisión, de la misma manera que ver (no leer) los diarios, hace que la realidad social se vuelva cada vez más incomprensible, más opaca, más turbia, como muy bien lo aclarara el célebre escritor Julio Ramón Ribeyro en La Tentación del Fracaso, donde con incontrovertible verdad sentenció que por ese acto tan sencillo de ver, a la corta o a la larga, se produce en efecto que las cosas “van perdiendo su naturalidad, su seguridad, su realidad, para convertirse en objetos absurdos, inexplicables”. Con el paso del tiempo, el efecto de marras se configura irreversiblemente pernicioso.

He tenido ocasión y oportunidad de explicar cumplida, amplia y demostrativamente este fenómeno en un par de ocasiones al analizar el tema del impacto adormecedor y estupidizante que produce la criminología mediática, caracterizada por la bajura y excrementización universal que, de suyo común,[1] se vierte a través de las pantallas de televisión y de los medios de la prensa escrita que corresponden, sobre todo, a los mass-media que reciben “publicidad estatal”, esa exacción ilegal –para llamarla con buenos modales– que realmente no es sino la auténtica expresión de un soborno institucional disfrazado a través de un mecanismo legal por el que se compran líneas editoriales.[2] El objetivo de ello es de sobra conocido.

El problema es que mientras uno se empecina, ya sea desde la cátedra universitaria o desde los medios de comunicación que nos dan cabida cultural para desnudar y denunciar públicamente esta situación, pareciera existir una especie de razón contrafáctica que reacciona con invectivas y con fuerza inversamente proporcional, no sólo para mantener el statu quo, sino, peor aún, para afianzarlo y consolidarlo. Es el poder del Leviathan moderno, aquel con el cual lidiamos y, a pesar de todo, aquel al que ofrecemos resistencia y batalla.

Y como diría A. Gide, a pesar de que todo está ya dicho, pero como nadie atiende, es preciso repetir todo cada mañana”, a riesgo de ser repetitivos, vale precisar que la ciudadanía, como categoría de la ciencia política, no es algo que simplemente se alcance con la mayoría de edad ni mucho menos sólo portando un documento de identidad. La ciudadanía implica, por sobre todo, a un sujeto racional y razonable que comprende y aprehende que es poseedor de derechos, sí, pero que por sobre encima de ellos es portador de deberes que antes debe cumplir, porque sin la observancia de éstos pocos o ninguno serían los derechos que podríanse ejercer después. Se trata, por ende, de una relación sinalagmática que siendo simple en su composición, deviene de vital comprensión para una sociedad moderna al encontrarse en ella la conditio sine qua non sobre la que se construye la institucionalidad, es decir, ese arquetipo de modelo social en el que, independientemente y más allá de las personas que pasan por las instituciones, lo importante son las estructuras y contenidos que quedan, se prolongan y fortalecen en el tiempo, piedras angulares sobre las que se construye un verdadero Estado de Derecho.

No es lo mismo, en consecuencia (y por ello menester es no confundir los conceptos), institución e institucionalidad, pues mientras la primera puede existir físicamente, la segunda, que es inmaterial, podría no llegar a ser jamás, aun existiendo la institución. Es esto lo que, desafortunadamente, sucede en el Perú, país donde contamos con una serie de instituciones funcionando día a día, de las cuales podemos identificar sus direcciones, las listas de sus funcionarios y qué sé yo cuántos datos más y, sin embargo, doscientos años después del inicio de la república, aún no hemos logrado construir, mucho menos definir, institucionalidad. El efecto que esta carencia histórica produce es realmente grave: las instituciones son usadas sólo como cotos de poder que se entregan a inescrupulosos, como quien entrega en una permuta un edificio para ser administrado, pero no para su bien, sino para el beneficio de quien lo administra. Más tarde, el administrador será remplazado y entonces las cosas volverán a comenzar una “nueva historia” dentro de un círculo vicioso de repetición constante y permanente que no auspicia sino corrupción y postergación. “Las cosas son cambiadas para seguir funcionando exactamente igual que siempre”, según sabia expresión de Giuseppe Tomasi di Lampedusa a través de Tancredi, el pícaro protagonista de Il Gatopardo. Y esto también se avala “en nombre del pueblo” (Presidente Castillo dixi).

Ahora bien, si la democracia es, como parifica Sartori, el sistema de gobierno en el cual se respeta la autonomía e independencia de las instituciones, tanto en el frente externo (relaciones interinstitucionales) como en el frente interno (a efecto de no convertir a la institución en chacra de alguien), es posible comprender con meridiana claridad que nuestra sociedad sólo posee una democracia formalmente instaurada pero esencialmente negada. Las metidas de manos políticas en las instituciones (Vizcarra en relación al eliminado CNM y al MP manipulado, por ejemplo; o, ahora, Castillo festinando ascensos irregulares en las FF.AA.) y las conversiones de los espacios públicos en feudos de control personal (Zoraida Ávalos en la Fiscalía de la Nación, Aníbal Torres en el Minjus, los Miró-Quesada y la concentración mediática, entre otros), revelan con creces que en el Perú no existe una democracia de contenido sino sólo de forma. La autonomía e independencia de las instituciones son aquí utopías irrealizables, quimeras imposibles de ser. El efecto: ausencia de institucionalidad, a lo que se suma inexistencia de un Estado de Derecho, porque el Estado de Derecho, el verdadero Estado de Derecho, es un Estado de la institucionalidad.

La mayor parte de la gente en el mundo tiene la profundidad de un charco. En el Perú esta cualidad onto y filogenética es más evidente que en otros lares del orbe, para desgracia nuestra. No obstante, quiero creer que una explicación llana de todo lo dicho, que por sí mismo ya es síntesis de la síntesis, adoptando un esquema de transitividad,[3] podría despejar dudas e incomprensiones. Ensayo entonces el siguiente axioma: la ciudadanía es condición indispensable para la existencia de institucionalidad, tanto como ésta, la institucionalidad, es condición necesaria de la democracia, sobre la que, a su vez, se erige el Estado de Derecho. Sin ciudadanía, por ende, de qué institucionalidad hablamos, y sin ésta, de qué democracia nos jactamos puesto que ésta es virtualmente inexistente; y sin democracia realmente existente, de qué Estado de Derecho nos ufanamos.

Es hora de redimensionar el significado y sentido concreto, histórico y valioso de la palabra “pueblo”. Pues mientras en su nombre (y sabrá Dios de qué “pueblo” se habla, porque yo también soy pueblo, pero yo no avalo la oligofrénica oclocracia que ahora nos quema) se cometen desmanes, se atizan conflictos, se pican las emociones más primarias y se propician gestiones violentas y destructivas, el desarrollo, la paz social, la integridad nacional y todos los valores consubstanciales a la patria caminan por una senda fantasmagórica mostrándose como pálidas imágenes de un ser que alguna vez pudo ser y que hoy no sólo no es sino que, a peor, parece que no será jamás. Pregunto indignado y angustiado, por tanto, ¿y cuándo será que, por fina, hagamos algo realmente histórico, institucional y democrático, “en nombre del pueblo”?

 

[1]     Al respecto, vid., i) Conferencia: “Criminología mediática: La criminalización subjetiva desde los medios de comunicación”, realizada el 8 de julio de 2020 en el Ilustre Colegio de Abogados de Arequipa; en: https://www.youtube.com/watch?v=ItyMTbFu1JU&t=8s; y, ii) Conferencia: “El papel de los medios de comunicación en el proceso político social”, llevada a cabo en la Escuela de Posgrado Sophia de Lima, el 18 de noviembre de 2020; en: https://www.youtube.com/watch?v=IIM4a1v7tds&t=20s

 

[2]     Pregúntenle a V. Montesinos o, recientemente, a M. Vizcarra, alias “El Lagarto”.

[3]     El esquema de la transitividad sigue la siguiente cadena de razonamiento: Si A implica a B y B implica a C, entonces A implica a C. Y así sucesivamente si se agregan variables D, E, etc.

 

Por: Luis Alberto Pacheco Mandujano

 

 


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